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sexta-feira, 2 de agosto de 2019

LA TOLERANCIA COMO VIRTUD FUERTE

LA TOLERANCIA COMO VIRTUD FUERTE

La tolerancia es el fundamento de la ética civil democrática.

La tolerancia es en un principio un valor social o incluso personal antes que un valor político y puede venir referida con carácter general a la capacidad de aceptación incluso de aprecio de lo que nos es extraño, de lo diferente, e incluso en el terreno ideológico de lo que nos es adverso. La proyección política de la tolerancia ideológica es la libertad; si reconozco a todos la libertad de conciencia, la libertad de religión, la libertad de pensamiento, es porque personalmente estoy dispuesto a convivir en tolerancia con personas que viven e interpretan su vida de acuerdo con referencias religiosas, ideológicas y morales diferentes de las mías, sin necesidad de que por ello tenga yo que renunciar a mi propia manera de pensar. Estas reflexiones que a muchos a primera vista podrían parecerles obvias, a poco que lo consideren verán que no lo son tanto, y que la realidad nos demuestra constantemente que la tolerancia es por definición un valor frágil y problemático siempre en «el alero». Este final de siglo y de milenio ha visto derrumbarse algunas grandes ideocracias políticas que fundaban su poder en una infalibilidad que no podía ser sometida a discusión, pero ha dejado paso a terribles violencias desatadas por las pasiones étnicas que se plantean siempre en el tajante dilema: «Los que no están con nosotros están contra nosotros» y junto a esa vuelta a lo ancestral parece verosímil hoy en día la aparición de nuevos dogmatismos fundamentalistas de carácter religioso que quizá ingenuamente pensábamos ya superados, en los que lo religioso no se limita a la esfera del fuero interno sino que pretende conformar coactivamente el fuero externo: las costumbres, las opciones personales en el ámbito de la intimidad sexual, la cultura, la vida civil y política. Cuando se trata de defender la libertad, nunca podemos bajar la guardia. Tenemos que estar siempre alerta, tanto intelectual como políticamente.
Para defender el valor de esta virtud, primero hay que comprenderla bien.

No se puede confundir simplemente con la indulgencia o peor aún con la falta de convicciones. La tolerancia se basa en la aceptación entusiasta del pluralismo de lo humano y de la autodeterminación del individuo, la tolerancia no está reñida con el amor apasionado a las ideas, con el debate y la confrontación ideológica; el respeto a las personas no significa el respeto a las ideas y creencias, si así fuera apenas cabría ninguna discusión, ni habría habido pensamiento crítico entre nosotros.

Las personas están llamadas a vivir y convivir, las ideas en cambio están para ser criticadas, depuradas, renovadas y completadas constantemente, por lo que hacemos un flaco favor a la tolerancia si la confundimos con la simple bonhomía del que no le gusta discutir, con el panfilismo de querer quedar bien con todos y no enfadar a ninguno. En algunos caso precisamente lo que nos exige la tolerancia es enfadar a determinadas personas, discutir apasionadamente en contra de determinadas actitudes, valorar lo que es valioso y negar valor a lo que no lo tiene contrariando a quien haya que contrariar. La tolerancia no significa por supuesto que todas las ideas valen lo mismo, que es indiferente lo que unos u otros puedan pensar sobre cualquier cosa, lo que significa es que las ideas deben contrastarse, debatirse, discutirse y si se quiere combatirse. Pero ese «combate» metafórico entre las ideas no significa un combate físico entre las personas, y que cualquier idea por irritante o estúpida que me parezca no es eso sino una idea. Y salvando el Código Penal, en el que desde luego el «pensamiento no delinque», todas las ideas deben ser escuchadas aunque sólo sea para contradecirlas. Esto, como es obvio, requiere una cierta cultura del debate que no podemos dar por supuesta todavía entre nosotros. 

La tolerancia no se opone por lo tanto al amor a la verdad, pero sí supone una idea más compleja y provisional de la verdad, más modesta y crítica, más parecida a la búsqueda permanente que al complaciente conformismo de los lugares comunes. La premisa de la tolerancia es la base de la vitalidad democrática, y es requisito de las libertades: responder a la palabra con la palabra, permitir el disenso razonado, eludir los argumentos dogmáticos y el terrorismo intelectual, anticipo del otro.

La tolerancia supone, claro está, una relativización de ciertos valores que algunos prefieren sean absolutos. La desmitificación baja a las grandes ideas de su pedestal intocable.

Las cosas que provocan intolerancia son habitualmente aquellas en las que realizamos una gran inversión afectiva y vital, o aquellas con las que construimos nuestra propia identidad, de ahí que la reacción primaria y espontánea sea la desconfianza o la irritación frente a los diferentes que con su sola existencia parece que nos ponen en entredicho; la duda de los otros nos hace sentir en peligro el valor de nuestra inversión, y nos puede herir. La cosa se agrava cuando lo que se pone en duda no puede argüirse de manera concluyente sino que se trata de una idea que se predica como necesaria y ala vez su aceptación es arbitraria o subjetiva. Es por eso que la tolerancia debe ser necesariamente adquirida a través de la educación, del viaje, de la apertura de miras y de la curiosidad hacia lo que es distinto de nosotros.

La tolerancia no excluye, por supuesto, la propia convicción sino que la presupone. Nada tiene que tolerar el que nada piensa por sí mismo, la tolerancia se parece un poco al espíritu deportivo que nos permite competir y al mismo tiempo admirar lo que es admirable de nuestros adversarios, de ahí que me parezca monstruosa la identificación de la tolerancia con la banalidad de la indiferencia o la debilidad de convicciones, como si la tolerancia no fuera una virtud fuerte y de fuertes, que no excluye tampoco la resistencia y el heroísmo frente a los enemigos de la tolerancia.

JAVIER OTAOLA
Revista la acacia

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